Un loco con suerte
Por Carlos Segura
Es un verdadero milagro que haya llegado hasta aquí, que haya podido sobrevivir pese a mi comportamiento disparatado, imprudente, temerario, sin pensar en las consecuencias.
Tampoco me explico cómo he podido vivir tanto tiempo entre los “cuerdos”, sin que estos se hayan percatado de que soy loco y que hace años, muchos años, que debieron haberme encerrado en el manicomio y haber echado la llave en el fondo de un pozo.
Mis primeros arrebatos de locura comenzaron en la temprana infancia, cuando los funerales eran los únicos acontecimientos de importancia que yo presenciaba, sin tener que salir de casa, situada justo frente al Cementerio Municipal de Baní.
Como mi locura siempre ha estado asociada a una tremenda curiosidad, seguía con sumo interés todos los detalles de los sepelios. Observaba a Fermín, el enterrador, cavar hoyos desde tempranas horas de la mañana. Siempre estaba atento a las campanadas de la iglesia y a los comentarios de los vecinos sobre los difuntos. Para ellos, no había muerto malo, el que moría era o pasaba a ser una buena persona, ya solo eso era para mí una buena razón para desear morir.
Me interesaba todo lo relacionado con los sepelios, pero lo más importante para mí era el paso del imponente carruaje fúnebre, un verdadero catafalco con motivos barrocos, tapizado de terciopelo color vino, tirado por dos caballos, que salía de la funeraria de Ebroino Troncoso hasta la iglesia y de ahí al cementerio, acompañado de la muchedumbre.
El paso de este carruaje me emocionaba de tal manera que no tardé en comenzar a sentir una desesperada necesidad de morir, Sí, de morir, para que me pasearan en el carruaje fúnebre, tapizado de terciopelo. ¿Pero por qué había que esperar llegar a viejo para morir? No, no, eso era demasiado largo. Debía ser ya, sin tener que esperar llegar a viejo.
Para mi desdicha, nunca me enfermaba, de manera que la posibilidad de que me matara una enfermedad tampoco estaba a la vista. Tenía pues que buscar a alguien que se ocupara de matarme.
Calculé todo, la persona más indicada para hacerlo era Fermín, el enterrador. Si enterraba tan tranquilamente a los pobres difuntos, que todos en el barrio juraban que eran buenas personas, por qué tenía que darle pena matarme a mí, un jodido del que todos decían que era más malo que el gas morao.
Una mañana, alcancé a verlo cavando un hoyo y me fui a hablar con él:
—Fermín, quiero que ese hoyo que estás haciendo sea para mí, que me entierres ahí —le dije de manera resuelta.
—Para enterrarte, primero tienes que morirte.
—Cómo me voy a morir, me falta mucho para llegar a viejo y nunca me enfermo. Necesito que me mates tú. Vamos Fermín, tú puedes hacerlo, eres valiente, trabajas aquí con los muertos y no te da miedo.
—¿Y por qué quieres que te mate?
—Para que me suban en el catafalco.
—Debería matarte por pendejo. ¿Es que tú te has vuelto loco, muchacho del demonio? ¡Lárgate de aquí! —gritó azotándome con la pala.
¡Qué decepción! Pero la idea de pasearme un día en un carruaje, vivo o muerto, poco importaba, no dejó de rodarme en la cabeza. Por eso, desde que llegó a Baní un circo gitano, que comenzó a instalarse en los alrededores de la factoría de los Ricart, yo fui uno de los primeros carajitos que corrió a su encuentro para ayudarlos a bajar los cachivaches de la carreta, instalar la carpa y compartir con esas extrañas personas, que eran todas miembros de una misma familia, pese a superar en número a un batallón del ejército.
Durante varios días, acudí a presenciar, bajo los sonidos del acordeón, el violón y el contrabajo, la aparición de los gitanos en la pista, contorsionistas, trapecistas, acróbatas, malabaristas, cuyos juegos sobre la cuerda o suspendidos en las anillas en el techo de la carpa, nos dejaban a todos atónitos. El espectáculo cerraba con Benedicto y su viejo mono, con el culo más pelao que la cabeza del juez civil.
Mi admiración por los gitanos y el interés de partir con ellos en su carreta, ir de pueblo en pueblo llevando la alegría de su circo, me motivó a socializar con Benedicto, el amo del mono, un gitano patizambo, que tenía la barriga como un pandero y marcas de viruela en la cara, a quien yo daba por seguro que era casi mi amigo.
Un día, con intención de ganarme definitivamente su amistad, le propuse ocuparme de bañar al mono. Grande fue mi desilusión cuando me dijo que de bañar al mono se ocupaba su mujer, la mona; pero esto no mató mi aspiración de partir con ellos. ¡Al diablo Benedicto con su mono feo, culo pelao! Estaba seguro de que el resto de la familia apreciaría mi disposición a ayudarlos en la extenuante tarea de montar y desmontar los cachivaches de la carreta y armar y desarmar la carpa en cada pueblo. Ya les había demostrado que era bueno para eso.
Amaba a los gitanos y me imaginaba que ellos también me amaban a mí. Hice caso omiso de los comentarios negativos que sobre ellos circulaban en el pueblo. “Este es un pueblo de viejos chismosos, los gitanos son buenas gentes”, me decía a mí mismo.
El día de la partida del circo, fue la peor de mis decepciones, nunca antes me había sentido tan defraudado. Cuando me aprestaba a subir a la carreta, me gritó Benedicto:
—Baja, no puedes venir con nosotros, eres payo.
—¡Yo no soy de Paya, cabrón! —le dije con mucha rabia, ya con la carreta en marcha, alejándose de mí.
Fue muchos años más tarde que aprendí que esta gente, cuyo origen se pierde en la oscuridad de la noche, hacía años, muchos años, que habían dividido el mundo entre gitanos y payos.
El circo gitano despertó en mí una gran afición por el espectáculo. Por eso, la primera vez que se realizó en Baní una corrida de toro, en el pley de béisbol, desde tempranas horas de la mañana ya estaba yo allí pasándoles palos a los hombres que hacían la verja de la arena, para asegurarme un lugar muy próximo a la Puerta Grande, por donde salen los diestros.
Mi adrenalina comenzó a subir cuando los picadores, montados a caballos, comenzaron a tirar lanzas sobre el lomo y el cuello del toro para desangrarlo, y cuando los banderilleros entraron para distraer al imponente animal, ya enfurecido como un demonio, y se fueron moviendo alrededor de él lanzándole banderillas, fue para mí la euforia total. Intuí que detrás entraría el diestro para agotar la última parte de la lidia, el tercio de muleta. Aquí, ya no pude contenerme, me quité la camisa para hacer de ella un capote y me lancé al ruedo. Apenas había saltado la valla cuando un banderillero me agarró por una oreja, con la otra mano me levanto como una pluma y me lanzó del otro lado de la valla, cual si fuera un saco de papas. Caí sobre la muchedumbre que, sin compadecerse de mí, me remató a cocotazos.
Pero esto no me impidió seguir gozando, porque el espectáculo no terminó allí, el matador, un mexicano, al parecer inconforme porque los organizadores de la corrida no le reportaron la suma de dinero pactada, ordenó que sacaran los toros del chiquero y la corrida terminó en un encierro parecido a los sanfermines de Pamplona.
Yo me coloqué delante de la manada de toro con la esperanza de que uno de ellos me ensartara en uno de sus cuernos, verme desangrando hasta quedar muerto y ser finalmente conducido al cementerio, ya no en el carruaje fúnebre de Ebroino Troncoso (hacía ya un tiempo que este había sido sustituido por un horrible carro fúnebre que compró el ayuntamiento y a mí no me interesaba que me subieran ahí), sino en los brazos de la muchedumbre saltando mi cadáver durante todo el trayecto al cementerio, hasta depositarme en el hoyo, pero, para mi desdicha, fue un encierro “limpio”, solo unas cuantas personas con brazos y piernas rotas, raspones en las rodillas y chichones en las cabezas. Yo, apenas, ligeros rasguños. Otra desilusión. “¡Joder!, no encuentro la forma de morir”.
Años más tarde, el cuerpo de paracaidistas de la Fuerza Aérea Dominicana realizó una exhibición en el mismo pley de béisbol, a la que acudimos grandes y chicos de todo el barrio.
Como siempre, yo no quise conformarme con ser un simple espectador, quise pasar a la práctica, vivir la experiencia de saltar al vacío. Tan pronto terminó el espectáculo, subí hasta la cima de una mata de limoncillo con una sombrilla en mano como paracaídas y me lancé, bajé a una velocidad tan diabólica que cuando intenté abrir la sombrilla, a medio camino, reboté contra una rama y los daños fueron menores: tan solo tres fracturas, una clavícula y el cubito y el radio del brazo izquierdo “¡Joder, tengo más vida que un gato!”.
Ya en la adolescencia, dos días después de estallar la Revolución de Abril de 1965, vi pasar por la calle Padre Bellini un camión lleno de marinos que iban para la zona de combate, no sabía para cuál de los dos bandos iban, si para el lado de los insurrectos o para apoyar al CEFA (Centro de Enseñanza de las Fuerzas Armadas) que defendía al gobierno golpista, pero eso poco importaba. “Van para la guerra, una vez allí yo me las arreglo para entrar a un Comando”, me dije.
Aproveché que el camión redujo de velocidad en un badén y salté sobre él, pero uno de los marinos me empujo con el pie y caí en el pavimento patas arriba. Ahí terminó mi proyecto de ir a la guerra, aunque no el dolor en el culo que me provocó la caída, eso se prolongó por varios días.
Ninguna de mis tentativas para conseguir la muerte daba resultado, parecería que no me quedaba otro recurso que proceder al suicidio, pero nunca pensé en eso. A nosotros los locos no hay fracaso que nos haga caer en depresión profunda, eso solo les ocurre a los “cuerdos” ¡Desdichados los “cuerdos”!
Tenía pues que continuar en la búsqueda de la muerte hasta lograr encontrarla. “Vamos, no desmayes, terminarás dónde quieres, en el hoyo”, me decía a mí mismo.
Tras el fin de la Guerra de Abril 1965 y la inmediata cacería de jóvenes izquierdistas que desató el gobierno de Joaquín Balaguer, traté desesperadamente de engancharme en cualquiera de los grupos radicales del momento para ver si definitivamente me mataban. Hice hasta lo imposible para convencer a los jóvenes del pueblo, que yo sospechaba podían tener vinculación con esos grupos, de mi disponibilidad para llevar a cabo cualquier acto de terrorismo.
Adquirí un manual de instrucciones para la fabricación de bombas Molotov y traté de venderme como experto en explosivo, pero todos me sacaron el pie, algunos, incluso, cambiaban de acera cuando me veían acercarme a ellos. Supongo, que me confundían con un chivato.
Decepcionado por no encontrar la muerte, me metí a hippie. “Vamos pues a gozar un poco en lo que llega, para que no se haga larga la espera”, me dije.
Atraído por el florecimiento del movimiento rastafari y su relación con la música reggae que, entre otras cosas, atribuía a la marihuana un carácter sagrado, comencé a planificar un viaje a Jamaica, con la esperanza de convivir con la gente de mi “raza”, los negros pobres de Trenchtown, principal gueto de Kingston, cuna de los músicos rastafari, que habían convertido aquel lugar en un gran huerto de marihuana, un paraíso rastafari.
Sin pasaporte y sin dinero para comprar un boleto aéreo, no tenía otra alternativa que robarme una embarcación para llegar hasta allí. “Si los indios taínos se pasaban de una isla del Caribe a otra en frágiles embarcaciones, propulsadas a remo, por qué yo no podía hacerlo con medios más modernos, con un bote de motor fuera de borda y una brújula”, me dije. Pero, para la ejecución de mi plan, tenía una gran limitación: un total desconocimiento de la navegación.
Para superar este obstáculo, me relacioné con pescadores con quienes de vez en cuando me iba de pesca. Comencé navegando en zonas restringidas, con visibilidad costera, a no más de tres millas náuticas de la costa, para irme familiarizando con las condiciones del mar (factores climáticos, tamaño de las olas, velocidad del viento, entre otros) hasta aprender a navegar más lejos de costa, orientándome con ayuda de una brújula o simplemente observando el Sol y las estrellas, como en la Edad Media.
Una vez adquiridos estos conocimientos básicos, partí del muelle de Palmar de Ocoa, en una embarcación de siete metros de eslora y un motor de 140 HP de potencia, que me robé a medianoche.
Al tercer día de viaje, se reventó el motor del bote y llegué a la deriva, arrastrado por el viento, a la supuesta isla paradisiaca con la que había soñado, para juntarme con los rastafaris, negros arrebatados del África lejana, al igual que mis ancestros, para extraerle a estas tierras riquezas de sus entrañas y engordar los bolsillos de la naciente burguesía europea y su parasitaria nobleza.
Estaba hambriento, sediento, con los labios cuarteados y la piel quemada y escamosa como los peces. El bote, hecho leña, se lo dejé a los pescadores que fueron a prestarme auxilio para que recuperan la madera que aún podía ser de utilidad. Grande fue mi sorpresa cuando escuché que estas gentes no hablaban inglés, sino creole.
—Ou gen an Ayti (usted está en Haití) —me dijo uno de ellos.
¡Qué suerte la mía! Había llegado a la isla de La Vaca, una pequeña porción de tierra de trece kilómetros de largo y tres ancho, perteneciente al Departamento Sur de Haití, que de no ser por la vegetación y la playa de blanca arena que la rodea, hubiera podido pensar que me había topetado con un barco enorme, anclado en el mar Caribe, con un poco más de 15,000 haitianos a bordo, pero no, no era ni barco ni ballena y sí tierra buena, ¡caray, qué alegrón!, como reza la canción Chamamé a Cuba1.
Los días en la isla de La Vaca fueron duros, muy duros. Tres semanas halando chinchorros, reparando redes y limpiando pescados para ganarme los gourdes necesarios para pagar el pasaje hasta Jacmel, en un viejo barco, tan deteriorado como el bote que había dejado a la deriva.
Una vez en Jacmel, agarré un tap tap para Puerto Príncipe, 93 kilómetros de ruta infernal, que en esas viejas camionetas acondicionadas en minibuses, con dos bancos de madera en paralelo, donde se acomodan 17 pasajeros de cada lado, chocándose con las rodillas de los del frente y las cabezas con los de al lado, es un trayecto de siete horas.
Cuando llegué a Puerto Príncipe, llamé a mis familiares para que me enviaran dinero y comprar el pasaje hasta Baní. Ya me daban por muerto, encontré a mi madre y mis hermanas arropadas de negro y hacía alrededor de un mes que me habían hecho el último rezo.
Pero no vaya usted a pensar que esa fue mi última y más grande travesura. No, no, no; que va, que va, vendrían muchas otras y mayores.
Mi vida continúa sin que el buen juicio, la prudencia y la reflexividad orienten mis actuaciones.
Sigo vivo, porque definitivamente soy un loco con suerte. ¡Ja, ja, ja! ¡Qué loco no la tiene!
Por demás, he desarrollado una capacidad tan grande para fingir que no estoy loco, que los “cuerdos”, ¡ah, los tontos “cuerdos”!, ni siquiera sospechan que soy un endiablado desquiciado, que rueda sin parar en su carreta, recorriendo ese maravilloso mundo que ellos se privan de explorar, por juiciosos, prudentes, reflexivos, pendejos…: el mundo de los locos.
¿Quiere usted saber lo que es gozar la vida? También sufriendo un poco de vez en cuando, por supuesto ¿Quién ha dicho que se goza sin sufrir? Pero vale la pena, se lo juro. Venga, no tenga miedo, suba a mi carreta.
Este nuevo libro está disponible en Amazon, en versión ebook, contiene 15 cuentos imaginados a partir de acontecimientos de Baní que viví o me contaron en mis años mozos. Aquí uno de ellos, no necesariamente el mejor, pero sí el más loco de todos. Espero que les anime a adquirir el libro.